Después de tantos días y noches a oscuras,
por fin y con sorpresa, se encendió la lamparilla,
eras tú, que de forma natural y sencilla,
pusiste fin a todas mis torturas.
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Fue tal mi alegría, que no cabiendo en mí de gozo,
una tímida lágrima se deslizó por mi mejilla,
y es que tu presencia me cautiva y maravilla,
por honesto, caballero y por buen mozo.
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Provocas en mí, querido mío..., además,
un bullir constante y tan agradable
que, a nada antes vivido es comparable,
todavía no acierto a saber lo que me das.
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Guardo en mi memoria muchas cosas por contarte,
y aun siendo caro de ver, no pierdo la esperanza,
y si decides asomarte a mi ventana, en confianza
te diré: Te espero, y no he dejado de amarte.
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Fontana